En el plano de las relaciones entre las grandes potencias, el año ha estado sin dudas marcado por las crecientes fricciones entre EEUU-China.
En junio y luego en septiembre, la oficina de Comercio Exterior de Estados Unidos oficializó la entrada en vigor de nuevos aranceles para toda una lista de productos que representan la mitad de las importaciones anuales procedentes de China. Es decir, alrededor de 200.000 millones de dólares.
El gigante asiático, por su parte, no tardó en anunciar tasas suplementarias, de 5% y de 10%, a bienes estadounidenses de un valor de 60.000 millones de dólares.
La diferencia en los respectivos montos sometidos a nuevas tasaciones se debe al desequilibrio comercial entre ambas naciones. Así en 2017, EEUU importó de China productos por un total de 505.600 millones de dólares, mientras sus exportaciones hacia el país asiático alcanzaban los 130.000 millones de dólares.
Desde su llegada al poder Donald Trump ha tenido a los desequilibrios de la balanza comercial estadounidense en la mirilla. El contencioso con China se insertaría pues en un marco más amplio. En junio, a la vez que imponía la primera subida de aranceles a las importaciones chinas, EEUU activó impuestos al acero (25%) y al aluminio (10%) provenientes de la UE, Canadá y México.
Sin embargo, es evidente el trasfondo de rivalidad geoestratégica que hay detrás de estas represalias comerciales.
Washington a acusa a China de forzar la transferencia de tecnología, ya sea poniendo dicho traspaso como requisito para entrar en el mercado chino u obligando a las empresas extranjeras a producir con empresas locales.
También le reprocha al Gobierno de Pekín subsidiar fuertemente las empresas chinas, favoreciéndolas así en detrimento de las foráneas, o manipular el yuan para dar ventaja a sus exportaciones.
En China, en cambio, se percibe la embestida estadounidense como un intento de obstaculizar la expansión tecnológica de su industria.
Prueba de ello sería que en la subida de impuestos se incluyó una gran variedad de bienes de alta tecnología clave para el desarrollo de China pero poco relevantes en el cómputo de sus exportaciones.
También las trabas que experimentan en territorio estadounidense ciertas empresas chinas, como la tecnológica ZTE, a la cual se le prohibió por un tiempo, en abril de este año, adquirir componentes en EEUU por haber vendido productos a Irán y a Corea del Norte. Una veda que la dejó al borde de la quiebra.
O aún el reciente arresto en Canadá de Meng Wanzhou, la directora financiera y vicepresidenta del gigante chino de las telecomunicaciones, Huawei. La detención se hizo bajo demanda de extradición de EEUU por supuestas violaciones de las sanciones a Irán en las que habría incurrido el conglomerado chino.
No hay dudas de los recelos que suscita en EEUU el plan “Made in China 2025”, lanzado por el régimen comunista en 2015, cuyo objetivo es aupar la economía china a la cúspide mundial en sectores como la robótica, la biotecnología, la aeronáutica y la inteligencia artificial, entre otros.
El pulso por la primacía tecnológica acompaña evidentemente la competencia por las zonas de influencia en el tablero internacional. Vladimir Putin ha llegado incluso a afirmar que quien domine el campo de la inteligencia artificial gobernará el mundo.
Pese a la tregua comercial sellada a principios de diciembre en la cumbre del G20 en Buenos Aires, entre Donald Trump y Xi Jinping, es de augurar que continuará la lucha entre ambos países por la primacía en el campo de las nuevas tecnologías.
El deshielo con Corea del Norte
Las dos Coreas celebraron a fines de abril una cumbre histórica, su primera reunión al máximo nivel en más de una década. El presidente surcoreano, Moon Jae-In, y el mandatario norcoreano, Kim Jong-un, se encontraron en un pabellón del Área de Seguridad Conjunta (JSA, por sus siglas en inglés), el único punto de la Zona Desmilitarizada de Corea (ZDC) —la frontera entre ambos países— en donde sus soldados tienen contacto directo.
Luego, apenas unas semanas después, en junio, otra cumbre reunió al presidente estadounidense Donald Trump con su homólogo norcoreano en la isla de Sentosa, en el sur de Singapur.
Estos encuentros vinieron a culminar el deshielo iniciado a principios de año y que fue jalonado por distintos eventos simbólicos o políticos: la participación de Corea del Norte en los Juegos Olímpicos organizados por el vecino del sur, conciertos de bandas musicales surcoreanas en Pyongyang, reuniones de delegaciones norcoreanas de primer nivel con altos emisarios surcoreanos y estadounidenses o aun la decisión norcoreana de suspender sus pruebas nucleares.
Un cambio brusco si se toma en consideración los dardos que cruzaran en un pasado reciente Trump y Kim o que apenas en septiembre del año anterior Corea del Norte hacía una sexta prueba nuclear —siendo esta, por cierto, la mayor que haya llevado a cabo en su historia—.
Esta distensión se explica, en parte, por la estrategia desplegada por el mandatario surcoreano. Desde su llegada al poder, en mayo de 2017, Moon Jae-in ha apostado continuamente por la vía diplomática, en lugar del enfrentamiento, para evitar la escalada de tensión con el régimen norcoreano.
Pero sin dudas la causa determinante ha sido el hartazgo de China ante los dislates de Kim. El gigante asiático, como gran potencia emergente, busca instaurar una estabilidad regional bajo su tutela. Una estrategia que se ve contrarrestada tanto por las veleidades atómicas como por la imprevisibilidad de su protegido coreano.
A raíz del último ensayo nuclear norcoreano, China decidió aplicar a rajatablas las sanciones internacionales. Así, en diciembre de 2017, en comparación con el mismo del año anterior, se registró un descenso del 82% de los intercambios comerciales entre ambos países. Una merma que supone un durísimo golpe para la economía norcoreana, puesto que China representa el 90% de su comercio exterior.
El régimen norcoreano se ha visto pues en la obligación de negociar, ya que la presión china se suma al conjunto de sanciones que la comunidad internacional, encabezada por EEUU y la UE, viene aplicándole desde hace una década: prohibición, entre otras, de venderle gas natural y petróleo, o de comprarle sus principales recursos (carbón, plomo, hierro, productos textiles).
Por lo pronto, las cumbres no registraron progresos significativos en los puntos fundamentales: la desnuclearización de Corea del Norte y la negociación de un acuerdo de paz que ponga fin definitivo al armisticio en vigor desde el cese de los combates de la Guerra de Corea (1950-1953).
No obstante, estos encuentros han dado comienzo a un largo proceso de negociaciones en el que habrá que tomar en consideración los intereses de todos los países involucrados en este abigarrado nudo geopolítico: las dos Coreas, Japón, China, EEUU y Rusia.
Y también han supuesto un cambio sustancial de tono entre Washington y Pyongyang, que se ha traducido en una merma de las tensiones en la península coreana, algo indispensable para la estabilidad de la región.
Aun así, pese al éxito de las negociaciones del que se ha ufanado Trump, los avances del diálogo prometen ser tortuosos.
En agosto la filtración de un informe confidencial de la ONU daba a conocer que Corea del Norte no había detenido sus programas nuclear y de misiles, violando las sanciones de Naciones Unidas. Y recientemente el régimen comunista aseguró haber probado un “arma táctica ultramoderna”.
Motivos para dudar de una solución del contencioso a corto plazo.
Dos meses después de la fallida declaración de independencia de octubre de 2017, las elecciones autonómicas catalanas dejaban en diciembre nuevamente una mayoría independentista en el parlamento regional.
Dado el singular contexto en que se celebraban (suspensión de la autonomía catalana, líderes políticos independentistas presos o exiliados), la gran interrogante de dichos comicios era si el bloque independentista lograría revalidar su mayoría en el pleno autonómico.
Las votaciones se presentaron pues como una medición de fuerzas entre dos bandos, el independentista y el constitucionalista. Por lo tanto, en lugar de la tradicional línea divisoria izquierda-derecha lo que se plebiscitaba aquí era el independentismo o el unionismo con España.
El bloque independentista quedó con una mayoría absoluta de 70 escaños.
No obstante, la formación con más votos fue Ciudadanos (Cs), que no solo se agenció 37 escaños, sino que logró por primera vez, desde la instauración de la democracia, que un partido no catalanista fuera el más votado en unas elecciones autonómicas en Cataluña.
Unos resultados que confirmaron la fuerte escisión (a partes prácticamente iguales) entre independentistas y unionistas.
Todo el 2018 transcurriría bajo este signo. La salida del poder en junio de Mariano Rajoy, cuya estrategia de esperar y ver había profundizado el abismo entre independentistas y Madrid, no ha logrado revertir el clima de tensión en Cataluña.
El actual presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez, se ha pronunciado en reiteradas ocasiones a favor del diálogo para encontrar una solución al cisma independentista, pero lo cierto es que su estrategia, por ahora, adolece de alturas de Estado, más preocupado en sacar adelante los presupuestos generales (para lo que necesita el aval de los diputados independentistas en el Congreso) que en plantear una hoja ruta.
Por su parte, en Cataluña, la alianza sui generis entre un partido de derecha agonizante, la izquierda republicana institucional y una izquierda radical (que aspira a salir de la OTAN y del euro), solo ha podido sostenerse con la apuesta soberanista. Sin la fuga hacia adelante independentista se disgregarían sus fuerzas.
Los visos del contencioso catalán dependerán pues en los próximos tiempos de los pasos que dé el Gobierno central para ofrecer incentivos a la negociación al bloque independentista, pero también de cómo se diriman las fuertes tensiones en este.
Por lo pronto, Pedro Sánchez y Quim Torra, presidente del Gobierno catalán, han acordado recientemente abrir las vías para “un diálogo efectivo” con el fin de poner fin al conflicto que en los últimos años ha marcado la agenda política de la península.
Dos antiguos países del bloque comunista, Hungría y Polonia, han hecho saltar las alarmas en Europa por la restricción de las libertades y el vaciamiento de la división de poderes emprendidos por sus respectivos gobiernos, ambos nacionalistas de derechas.
En las elecciones de abril el primer ministro húngaro, Viktor Orbán, logró revalidar su mandato por tercera vez consecutiva con un discurso durísimo de rechazo a la inmigración, en particular la originaria del mundo musulmán, y planteando como prioridades la defensa de los “valores cristianos” y la resistencia ante el “multiculturalismo” supuestamente promovido por la Unión Europea (UE).
La amplia victoria del oficialista Fidesz (Unión Cívica Húngara) se explica en cierta medida por el relativo acierto de sus políticas económicas y sociales que se han traducido en un crecimiento continuo del PIB durante toda la década y una disminución considerable de la tasa de desempleo.
Pero no menos decisivo es el poderío acumulado por el Fidesz durante sus años de gobierno, instaurando una red clientelar que entreteje el dominio de la administración pública con sustanciosos negocios privados.
Semejante acaparamiento de poder se debe, en parte, a las restricciones impuestas a la autonomía de la Justicia —tanto a jueces como a la Corte Constitucional—. Y también a la cooptación de los grandes medios, convertidos en portavoces del oficialismo.
En Polonia, desde la llegada al poder en 2015 de Ley y Justicia (PiS, por sus siglas en polaco), se ha puesto en marcha una agenda de corte reaccionario, intentando endurecer aún más la ley de aborto, una de las más restrictivas de la Unión Europea (UE); se ha dejado de financiar la reproducción asistida en la sanidad pública e incluso se ha restringido el acceso a ciertos anticonceptivos.
Además, el PiS ha votado una controvertida ley que permite procesar penalmente a quien se exprese sobre las complicidades de Polonia con los crímenes antisemitas cometidos por la Alemania nazi durante la Segunda Guerra Mundial. Esto con el pretexto de defender la dignidad de la nación polaca.
Pero, sobre todo, el Gobierno polaco ha realizado toda una serie de intervenciones para someter a sus designios el Poder Judicial, amenazando la separación de poderes propia del juego democrático.
En este sentido el oficialismo se hizo del control del Tribunal Constitucional y del Consejo Nacional de la Magistratura, que nombra a los jueces, a la vez que inició una purga de los tribunales de justicia ordinarios. Por último, votó una ley que le permite de hecho nombrar a prácticamente dos tercios de los jueces del Tribunal Supremo.
Por otra parte, el PiS también ha conseguido poner bajo tutela al gremio de los funcionarios del Estado, ha hecho un uso partidario de las empresas estatales y convertido los medios públicos en órganos de propaganda.
A semejanza del Fidesz en Hungría, el PiS goza de apoyos sustanciales gracias a sus programas sociales en beneficio de las familias y de los jubilados y de la intervención del Estado en los mercados para frenar la precarización de los empleos.
Por lo pronto, tras varios avisos a ambos gobiernos, la Comisión Europea, garante de las reglas de la UE, anunció este verano la apertura urgente de un procedimiento de infracción contra Polonia con el fin de “proteger la independencia del Tribunal Supremo” del país.
Una medida inédita en los anales de la UE y que presagia futuros enfrentamientos con sus miembros díscolos del Este.